jueves, 4 de febrero de 2010

Prólogo inútil a una novela abortada



Mi padre y mi madre se casaron jóvenes. Mi padre fue, por lo que entiendo, el primer novio de mi madre. Según mi abuela, mamá era una joven esbelta, medianamente atractiva y de muy buenos modales; pero carecía de cualquier otro encanto que no fuese el silencio. Con el tiempo aprendí que esa era la cualidad distintiva de mi familia. El silencio. En una foto del cuarenta y tantos mi madre posa rubia y parca junto a mi padre. El amplio vestido blanco, el blanco infinito de la pared del fondo o cualquier otro detalle inerte y pálido del cuadro no se comparan con la absoluta ausencia de candor en los ojos de mi madre. Lo mismo podría ser una foto de casamiento o un bautismo o una estadía en la costa. De igual modo, podría o no estar mi madre en la foto. Tangible es su falta de espíritu, su alma aplanada. El asunto era correr el menor riesgo probable o ninguno. Escudándose en una extrema sensibilidad de la piel, se ocultaba del sol dentro de la casa. Estaba siempre en el living, leyendo sin interés las revistas de moda para amas de casa, contemplando silenciosa el jardín por la ventana o atendiendo las labores domésticas de la muchacha. En contadas ocasiones, abandonó brevemente el letargo para observarme. Si bien nunca le temí, verla a menudo perfectamente sentada en el sillón de brocado blanco, con su atavío pulcro y el peinado rubio y exacto, la mirada desprovista de matices, era algo así como asistir al velorio de un desconocido. Nunca sentí el deseo siquiera fugaz de correr a abrazarla, cierta compasión quizás; pero nada más allá de un pueril desconcierto ante su actitud glacial. ¿Serían así todas las madres del mundo? ¿Sería así el mundo entero? Medido, silencioso, frío y distante. No era algo de temer; pero evidentemente soso y melancólico.

Mi padre era quien tomaba las decisiones sobre todo: la casa, mi educación, cualquier movimiento de mi madre. Tal es así que se conocieron en la Facultad de Medicina y, mientras él escogió la especialidad en oncología, sugirió a mi madre que optara por la endocrinología, con la cual no correría mayores riesgos ni estaría expuesta a situaciones perturbadoras. Ella aprehendió su consejo. Y también decidió abandonar su profesión, apoyándolo cuando él tomó un puesto importante en un hospital en Vancouver. Durante ese período, la mayor aventura de mi madre fueron las clases de inglés, que compartimos dos veces por semana con un excéntrico profesor nativo, amigo de un amigo de mi padre. Un viejo vago y marica, según mi padre; pero que ofrecía un muy buen descuento por aquella relación en común que de ningún modo debía ser desaprovechado. Esos son días fáciles de rastrear, imposibles de perder en el olvido, y sólo porque fueron los únicos días en la totalidad de mi vida cuando vi a mi madre sonreír. El humor bohemio y optimista del profesor alcanzó a contagiarla en más de una oportunidad. No es que recuerde esa época con felicidad; pero sí con curiosidad. Pues ya luego de aquello, no hubo nunca siquiera un atisbo de bienestar en el semblante gris de la que me trajo. Si antes de Vancouver lucía deprimida, una nueva horrorosa forma de nostalgia poseyó su alma, si es que realmente alguna vez gozó de tal privilegio. Imprevistamente, dejó de asistir a las clases de inglés. Al poco tiempo, comenzó a desaparecer regularmente del living. Vinieron días enteros cuando no salía de su habitación más que para compartir la cena conmigo y con mi padre. Y, finalmente, ya no salió de su habitación ni de su cama. Un sin fin de especialistas visitaron la casa. Psiquiatras y psicólogos amigos de mi padre, incluso un párroco y hasta un investigador de la metafísica tuvieron la suerte de cambiar algunas palabras con ella. Pero nunca descubrieron el motivo de su depresión, así como el tópico o un atenuante.

Volvimos a Buenos Aires con la esperanza de que la distancia con su tierra natal fuera el motivo de tal tristeza. Mi padre y mi abuela estuvieron cinco años tratando de resolver el problema de mi madre. Pero nada nuevo ocurrió en todo ese tiempo y, cuando mi abuela murió, mi padre consiguió un nuevo puesto muy bien pago y de una gran responsabilidad en un sanatorio en Barcelona. Si bien mi padre me dedicó siempre aún menos atención que mi madre, decidió en aquel momento que nos quedaríamos a vivir allí definitivamente, donde al menos hablaban el mismo idioma que yo manejaba mejor y sería menos dificultoso para mí tejer amistades, cosa que había empezado a preocuparle, ya que nunca me vio conversar con nadie ni trabar ninguna clase de vínculos. Era evidente su temor de que me convirtiera en un ser depresivo y deprimente como mi madre.

Así fue como la abandonamos.

Pero poco sostuvo mi padre su preocupación. Fue el tiempo que tardó en conocer a su segunda esposa, que no es su esposa en realidad porque nunca se divorció de mamá y se casó con la otra; pero sí fue la mujer con quien compartió su vida hasta el final de sus días. Era una buena mujer, más joven que él, no menos rubia y pálida que mi madre, y lo que más recuerdo de ella es que fue la única mujer que me abrazó en mi vida antes que Ofelia; la única persona con la que tuve algún tipo de contacto físico en uno o dos cumpleaños, además de la gente con la que contacté ya en mi madurez. Por lo demás, mi padre y mi madre jamás me tocaron o me abrazaron o me besaron. Ni siquiera estoy seguro de haberlos visto besarse entre ellos más que en alguna foto. De ello se desprende mi parca reacción ante esa desconocida forma de afecto. La segunda esposa de mi padre siempre creyó que yo la rechazaba por una cuestión habitual de ubicarla en un rol destructor, por pensarla queriendo reemplazar a mi madre y esa clase de hostiles tonteras juveniles; pero nunca tuvo la habilidad de comprender mi ignorancia absoluta sobre el amor filial, el amor físico o cualquier otra clase de amor. Nunca entendió verdaderamente que yo era un hombre condenado, por naturaleza, a la soledad.

Burda



fotografío mis partes pudendas
desmoralizo cualquier recuerdo fucsia en fuga
mastico mi caramelo de eucalipto bien masticado
no hay peor reina que una reina decapitada
voy a ordenarte verdugo que me retrates antes de abolirme
que me suministres pictóricas dosis de erección
que me arranques el vestido y luego el miriñaque
que me desgarres las pantis y me castres
que no se detenga ante el horror horroroso de mi joven vejez
yo no soy esa nadie que me arriba y me roba la vida
yo no soy ese sueño soñado por mí
yo voy a dormir para siempre y a vivir aparte en secreto lejos de mí
mi reino por un orgasmo
mi orgasmo por un pellejo
mi pellejo por un dólar
mi espíritu el ímpetu la flor de lis
la seda china
la forma de reloj de arena
y mis partes pudendas castradas decapitadas destazadas
fotografiadas expuestas aplaudidas dormidas enhiestas muertas
el alma amilanada
un millón de hojas de eucalipto sobre mi tumba azul real
ya no importan la erosión y el erotismo
sólo la sangre y el cuero
el cuero de becerro muerto de la última temporada
las piedras preciosas te las podés meter en el culo
me quedo con mi brocado negro que tanto me gusta
y un verdugo tieso grueso candente
mi muerte tibia y viscosa te la dedico
me guardo la nada de todos los años que me robaste
la vida que malgasté
la enfermedad
el olvido
me quedo con todo y te quedás conmigo
sosteneme la cabeza un momento
ya vuelvo
voy a morir a ese sillón
y no pienses que porque estoy de espaldas desnuda y decapitada
te espero a vos
no
no espero nada

Pelushh



El Nano no era de andar muy limpio y bien vestido y era la primera vez que Héctor lo miraba como se mira a una persona. Detuvo sus ojos en el pelo negro, cuajado. Descansó en los otros ojos. La calle está más dura que nunca, pensó. El Nano lo vio desde donde estaba y se agazapó. Es un gato, el más gato de todos. El aliento pegajoso, el aire espeso, inflamado de Poxiran, le inundó la nariz y la boca. El Nano estiró los labios en un embudo grueso de carne y saliva. Tomó las manos entre sus garras como si fueran apenas manojos de dedos. Bailaron mecánicamente tres o cuatro cumbias y El Nano se fue. Corrió a pedir cigarrillos a todo el mundo. Héctor lo vio ir y venir varias veces. Cada movimiento de la cabeza o de las manos o de la cintura estaba coreografiado para seducir.

Dos fines de semana después, estuvo Héctor sentado en un escalón dos horas. Observó. Todavia esperaba que una mariposa oscura, mugrienta, incendiara el paisaje y lo llevara a la cama. El gato lo sorprendió restregándose contra su espalda. Casi podía oírlo ronronear. Otra vez el vaho pegajoso. Las persianas anchamente abiertas. El Nano tomó sus brazos con una fuerza feroz y lo arrastró hasta abajo, hasta los sillones de peluche rojo. Lo apretujó en un rincón húmedo y le convidó un tiro. Hablaron de cosas que a Héctor no le interesaban ni al Nano. El Nano le contó que volvía de trabajar y estaba eufórico por el salario y en seguida el beso negro, la tromba de brea, un descenso al Maelström. El Nano tomó un puntín más y corrió a pedir cigarrillos.

El fin de semana siguiente, Héctor estaba sentado en el último escalón, observando un poco más, cuando El Nano se restregó contra su espalda. Héctor torció la cabeza y sonrió. El Nano se levantó la remera y movió el vientre, sinuoso, como una bailarina hindú. Tomó a Héctor entre sus zarpas y lo besó. Pasó la lengua por los dientes y por las encías y por la propia lengua del otro. Héctor se dejó hacer, un poco triste y ebrio o ebrio y triste. Me debés diez pesos, dijo El Nano. Y corrió. Corrió entre la gente, sin pasos ensayados. Estiró una garra y robó una colilla moribunda. Corrió lejos de Héctor. Salió a la calle y siguió corriendo. Demasiado duro, demasiado ácido, demasiado pegajoso. La calle corría hacia atrás, aún más rápido. Las luces naranjas, dibujando infinitos ochos. El Nano corrió hasta el fin del mundo, hasta que se terminó la calle y las luces y la noche entera se fueron pataleando detrás de él. Inmóvil, al borde de quién sabe qué abismo, tomó un poco más para el camino.

Teatro de vanguardia


Ocupo el número doce de la tercera fila de butacas púrpuras. Sobre el escenario hay una mesa de acero con un cadáver. La sensación no es de repulsión sino de entumecimiento, de frío reconocimiento con esa pálida putrefacción. Hay el llanto de un niño en el fondo de la sala. Entra quien parece ser el forense o un detective médico. Examina el cuerpo, parsimonioso. La escena es larga y aburrida. Nuevo teatro de vanguardia. No pasa nada. El detective médico forense o quien sea se inclina y huele el rostro del cadáver. No puedo dejar de pensar en esas tres filas que me separan de lo inerte.

De súbito, una turba de encapuchados se cuela a los tiros en la sala. Primero, el sobresalto, claro. Y hasta me sorprende la sorpresa del actor sobre el escenario. Algunos en el público sonríen, temerosos. Estábamos predispuestos a una puesta clásica. Por si acaso, me deslizo hacia el suelo. Intento extender mi cuerpo a lo largo, perpendicular a las filas de asientos. Me supongo un espectáculo contemporáneo. Pero estos harapientos asesinan. Hablan a gritos en una lengua que no descifro. Y casi no los oigo o los veo, porque la multitud se enajena. Pienso que como golpe de efecto ha sido levemente excesivo. En pocos segundos, el pasillo es un jardín sanguinolento, adornado con quince o veinte cabezas. Ya no pienso en la reciente ocurrencia de que algunos espectadores sean parte del staff.

Mirar a esos brutos es como mirar al demonio desde adentro. Siempre creí que moriría de una larga enfermedad. Uno de ellos acaba de encontrarme y me patea en la mandíbula con un zapato que pesa lo que una bala de cañón. Creo desvanecerme. No estoy seguro porque nunca me desmayé.

Hay la oscuridad. Hay un horizonte anaranjado y unas figuras como dragones o palmeras que se agitan acuosas. El crío llora, cerca. Una garra caliente me atrapa por el pelo de la nuca y me aplasta el rostro contra una superficie llana y fría. Siento los dientes atravesando la carne de mis labios. Hay sangre. Hay un diente que ya no existe. Alguien me quita la venda y comprendo perfectamente el horizonte de reflectores amarillos. En una epifanía infame subsiste la tibia esperanza burguesa de un espectáculo descomunal, un nuevo violento entretenimiento snob. La garra me levanta dos metros de un tirón y el dolor en el cuero cabelludo es indescriptible. Frente a mí, hay una mujer diminuta, morena. Creo haberla visto temprano, apenas ingresaba en la sala, agazapada en un rincón, meciendo a su bebé. El niño en sus brazos se desgañita, se agita turbulento. Un encapuchado se acerca con una videocámara y registra el acontecimiento. No temo por el niño. Tampoco por su madre. Siento un horror primitivo. Otro encapuchado, más alto, corpulento, grita una protesta o una amenaza hacia la cámara. Agita sagaz una daga. Degüella a la mujer y parte al niño en dos. Los otros matones chillan rabiosos con voces en llamas. Luce como una tenebrosa ceremonia tribal.

Así, pienso, aniquilarán a la docena que sigue en la fila antes que yo. No me deprime el hedor de la descomposición. No temo a la tortura o al dolor. Temo sencillamente al vacío, al puro desaparecer. Escucho la secuencia de graznidos, chirridos y golpes secos. Un réquiem tecno. Uno de los fantasmas canta su estribillo detrás de mí. Quiero pensar desesperado que es una performance interactiva, una cámara oculta por internet, el piloto de un nuevo reality show. Pero el acero duro, gélido, me atraviesa la garganta. Se mueve violentamente hacia delante y deshace su camino provocando un dolor eterno e impidiendo la posibilidad del grito. Hay un espectro con una cámara frente a mí. Hay una humedad caliente en mi pecho. La negrura del espectro se expande. El horizonte anaranjado se diluye. De inmediato, lo que siempre temí: nada, una infinita nada.

Mafia


Es temprano, porque últimamente siempre es temprano. Es temprano y gris y si no es frío es algo parecido. No es calor y niebla, casi no llueve aunque llueva; pero no llueve. Es temprano y gris y si bien no hace frío y no llueve, pareciera. Es un cuadro gris. Me levanto temprano; pero más tarde que ayer. Me permito esa licencia. Qué atrevimiento. El desayuno ya está listo. El hostel está listo. El contingente de adolescentes uruguayos permanece horizontal. Un silencio acogedor y húmedo es todo el escenario. Un silencio antiguo con espectros por todos lados. La casa llena de gente. La gente llena de casos. Y todos los casos sin resolver. Un policial negro; pero no tanto. Un tanto gris oscuro. Ya ni gris perla. Ojalá.

El caso es que finalmente amanece para los uruguayos. Lo de siempre. Lo de estos días. Bullicio. Risas. Alaridos juveniles. Aire fresco y lleno de vicios, vicios de juventud, lleno de gritos y vicios y juventud. Demasiada juventud. Anoche vino la policía de tanta juventud.

El caso es que finalmente amanecen. Van. Vienen. Desayunan. Otros no tanto. Otros piden más medialunas. Se asean. Conversan. Caminan. Preguntan. Se van.

Viene Pablo temprano y tomo mate y toma té. Me trae las flores que le pedí y me corta el pelo. Me corta el pelo corto; pero no tanto.

-No quiero parecer un maricón.

-Sos un maricón.

-Pero no quiero parecerlo.

Me corta el pelo y llega Joel. Joel viene a por las flores. Es llenito, con rulos, casi gótico. Da clases de batería. Habla bajo, entre dientes, como temiendo sus propias palabras. En general, no habla mucho, no somos amigos, no tiene ni quiero tema de conversación. Me apuro a darle las flores, se las deslizo por la mesa resbaladiza en una hoja A4. Dentro de la hoja doblada a la mitad, el sobre plástico con las flores. Lo toma. Lo mira mal. Pablo me corta el pelo y yo tengo una toalla de manos enrollada alrededor del cuello, cubriéndome los hombros. Me protege de mis propios cabellos. Protege a Astroboy en mi remera. Me protege de mí. Joel mira las flores con desconfianza. Las guarda en su morral de lana de alpaca en tonos marrones. Atraviesa el morral sobre su sobretodo negro o lo que sea. Sonríe sin ganas. Habla de esto o lo otro y pregunta cómo puede hacer si quiere más. Le comentamos que hasta abril no hay más. Se queja de la cantidad.

-Son flores.

(Este se piensa que está en los noventa.)

Sigue hablando de otra cosa, como si nunca se hubiera quejado. Dice que está apurado. Y no lo lamentamos. Sale.

Me siento Robert de Niro en Los Intocables.

Mi barbero me empareja los bigotes.

Sacudimos los pelos.

Barremos.

Me miro en el espejo.

Me gusta lo que veo.

Ana trabaja



rafa moreno canchero changarín comprador compadrito bailarín coqueto fumador macho machista amador ana morena reflejos dorados cama adentro bailarina cantista soñista el aire engualichado encumbiado enajenado el piso lubricado con destornillador rafa moreno canchero comprador se acerca y la invita ana palpita eléctrica soñista el amor se precipita e invade la pista sin palabras complicadas sin gestos entrenados repetidos amainados el amor etílico profano descastado el amor irresistible negro invisible de la tierra ahoga excita aprieta complica encierra habita y retuerce y asusta y te agita un amor entrenado acostumbrado griego o romano tucumano afgano latino americano el amor a diario que no diario no televisado en vivo y en directo el amor de los hermanos y los años y los ojos el abrazo metafísico infinito enamorado señora susana reprocha tonta pobre morenita se hubiera cuidado el pobre corazón trabaje trabaje ahorre y olvide no vale la pena el pobre corazón ana trabaja morena dorada y encinta barre friega pule lava cocina plancha riega enjuaga repasa amasa madre empleada abandonada pueblo flor amor dolor nostalgia top five cartel tijuana hombre hambre desarme guerra santa el mundo avanza o sangra o danza cambia y nada cambia el mundo ama arrulla amamanta somete aniquila y escapa y ana trabaja trabaja trabaja

Comunión


Cuando vi el aviso, respondí de inmediato. No es que despreciara mi vida. Nunca lo hice. Sucede que no me interesaba desperdiciarla. Algunos se convierten en eminencias médicas, otros se dedican a cocinar en televisión y otros se sienten dichosos al contemplar un campo sembrado de lino. Yo fui tan feliz como cualquiera de ellos, aunque mi dicha provenga de un lugar tan remoto a sus experiencias como ellas mismas entre sí. El aviso era claro: “Hombres robustos, de entre 18 y 30 años, para ser devorados”; por lo cual tuve que mentir mi edad. El mismo día que recibí la confirmación sobre mi postulación, cancelé todas mis citas, ordené mis papeles y pagué la única factura que debía. En el itinerario de esos negocios, aproveché para comprar el pasaje de ida. Y en los albores del crepúsculo, me marché limpio, vestido sobriamente y sin ningún equipaje.

Imre vivía en un caserón del siglo XIX, separado de un pueblo minúsculo por la leve ondulación del paisaje. El edificio era un mastodonte gris abrazado por un bosque espeso de coníferas. Las ventanas tenían los postigos cerrados. Había esculturas descuartizadas. Yuyos y basura prehistóricos se amontonaban en los canteros. Y frente a la puerta principal, un ángel-gárgola lisiado escupía un chorro de agua miserable. Llamé y esperé. Al tiempo, el portón cedió y un cuarentón alto y enjuto me tendió la mano al otro lado. Nos saludamos cordialmente. Por un momento, temía que no me aceptara por no cumplir con el perfil especificado en el anuncio. Seguro yo lucía excitado, porque de inmediato me ofreció una copa de aguardiente y una pequeña grajea gris que ingerí sin consultar de qué se trataba. Imre me pidió gentil que me desnudara. Dobló mi ropa con habilidad maternal y la apoyó en un banco junto a otras pilas de prendas. Mientras recorríamos unas escaleras empinadas y oscuras, nunca entendí si hacia arriba o hacia abajo, conversamos superficialmente sobre su profesión y sobre la mía, sobre las maravillas de Internet y sobre nuestro sueño primordial, el que acuñamos desde niños, él, yo y en apariencia los cuatro que colgaban del techo en aquel recinto penumbroso al que arribamos. Semejante visión me libró del habla y pude disfrutar de lo que seguía sumido en un estado de misticismo o intensa espiritualidad o como sea que se nombre al goce sublime que me poseyó.

Imre me amordazó y me ató de pies y manos, con nudos gruesos y apretados que laceraban la piel y ardían como el Infierno. En seguida, estaba yo cabeza abajo junto a las otras reses. No tardó en presentarnos. Había, además, un maestro de ciencias, un cocinero, un empleado de hotel y un estudiante de Educación Física. Me sentía como un participante de uno de esos concursos televisivos en donde las respuestas incorrectas suponen un baldazo de engrudo fluorescente sobre la cabeza. Y en esa vorágine de ideas existía todo el tiempo el deseo de ser otro, de que otro tomara mi vida y la incorporara a su ser, otro como yo.

El silencio metálico de las cañerías cercanas se oía como un alarido incesante. Y fue el estudiante quien quebró el silencio cosmogónico, mascullando su indisposición bajo la mordaza. Imre invitó a abandonar su hogar a cualquiera que no quisiera trascender esa misma noche. Tuvo que descolgar a tres y, felizmente, cuando empezaba a subir las escaleras se volvió y desprendió al único que quedaba a mi lado, disculpándose y aclarándole que se había excedido en robustez. La sorna confirmó que Imre era el hombre ideal, el que yo quería ser; por lo que me sentía radiante. Luego de despedir a los otros, me descolgó, me desató y me pidió que bebiéramos en silencio una botella de muskattrollinger. Bebíamos y a ratos nos mirábamos en los ojos con serenidad. Sonreíamos casi al mismo tiempo, como en una triste comedia romántica. Comí una docena más de píldoras grises y cuando matamos el muskattrollinger, Imre instaló una cámara de video frente a la mesa de ébano. Yo ya no veía muy claramente. Imre se aproximó y permanecimos inmóviles, comiéndonos el aliento. Luego firmé como pude una nota que confirmaba mi participación por propia voluntad en la experiencia. Tomé su mano que sostenía un escalpelo y la conduje hasta mi virilidad. Imre cortó la extremidad, la lavó bien, le quitó la piel, la partió en dos y grilló ambas mitades en la plancha por ambos lados. Las saló para evitar tanto jugo y obtuvo así una carne dorada. En un sartén, agregó unas gotas de aceite de oliva y salteó un par de ajos. Incorporó dos cucharaditas de manteca y de a poco una taza de Riesling, un anillo de ají picante y pimienta negra. Removió un poco la salsa y añadió las doradas lonjas de carne. El olor era realmente seductor. Imre ocupó el otro extremo de la mesa y se sirvió. Cuando se llevó el primer bocado a los labios mi visión maravillosamente se aclaró y pude distinguir en sus ojos la misma inmortal materia que invadía todos los rincones de mi ser, un placer inhumano.

Tardé diez horas en desangrarme y morir. Al fin, Imre me descuartizó y guardó treinta kilos de mi carne en la heladera. Veinte los comió durante las siguientes semanas, antes de que lo detuvieran a consecuencia de un profundo arrepentimiento de aquel delicado estudiante de Educación Física. Afortunadamente, todo resultó como esperábamos. La transición fue menos dolorosa que el ritual. Estuvimos pocos meses en prisión, gracias a la nota, el video y la pésima reputación del estudiante en su ciudad natal. Durante ese tiempo, aprovechamos para garabatear algunos apuntes sobre la experiencia. Ya recibimos varias ofertas para publicar la historia.


Los ingratos


-No falta mucho.

-Tranquilo.

-Por supuesto que estoy tranquilo.

-No desesperar.

-No.

-Al fin y al cabo, era como esperábamos.

-Nada muy distinto.

-Todo igual.

-O peor, sí.

-Quisiera...

-Yo también, pero el tiempo apremia. Hay muchas cosas allá por resolver.

-Es cierto, es lo mejor.

-Definitivamente.

-Quisiera haberle dejado mis cigarros. Aunque yo los necesito más.

-Eso sin duda.

-Debería llamarla.

...

-De nada serviría un cigarrillo más o menos.

-Todos están muriendo de hambre.

-Es cierto, pero no podemos preocuparnos por cada hambriento en el mundo.

-No podríamos viajar.

-No podríamos decidir volver de visitas, como esta vez.

-No podríamos decidir.

-¡A qué preocuparnos! No nos va a pasar. Ya nos vamos.

-Estará feliz y agradecida de que la hayamos visitado.

Policial negro



En la noche cálida y húmeda del dark room en la maroma tropical de los filamentos eróticos funestos que aprietan y laceran y empujan y eyaculan contra las paredes copiosamente ya eyaculadas conocí a Sebastián.

Apoyado contra una de esas paredes viscosas y negras la chomba blanca del lagarto metida bien adentro del jean el reloj blanco ala la mirada desviada hacia la pareja calurosa del costado. Recorrí varias veces el trayecto oval y negro el río viscoso y negro las vías negras de los negros apretados y copiosos embalsamados de tanta eyaculación lo vi al menos tres veces antes de encajarme apretadamente en el espacio tibio entre él y un trío de negros melenudos.

Nos miramos brevemente lo que puede mirar uno dentro de esa brea erótica casi ciega nos miramos en los ojos y en el pecho y en la verga entonces me decidí a aplastar una mano contra su bragueta que paulatinamente adquirió la consistencia del yeso fraguado. Después del jean enyesado nos fuimos a las manos y a la pija y brevemente a la boca nos hicimos una paja rápida que duró una eternidad Sebastián tenía problemas con el público si bien se le paraba no podía eyacular delante del gordo que se había encajado entre los melenudos y nosotros agitando un firulete blandengue entre dos dedos.

Finalmente y de tanto insistir sobre sus pezones y el cuello la cosa blanca y viscosa fue a parar con sus hermanas blancas y viscosas en el bajorrelieve barroco de la pared infernal. Salimos del dark room y seguimos la música de Xuxa hasta la cabina circular llena de más negros melenudos lo besé varias veces le costaba terriblemente embocar los ojos en mis ojos hasta que casi lo obligué a mirarme a besarme con los ojos abiertos y a usar la lengua más seguido.

Mantuvimos un diálogo estúpido y previsible y aún cuando a través de su corte al ras adiviné su profesión intercambiamos datos copiosamente aburridos y eróticos al mismo tiempo:

-¿Y vos?

-Trabajo para el estado.

-¡Ah! Sos policía.

Notas en el cuaderno de la amiga de Ignacio


Ansío terminar este relato. Paso días y noches enteras sin dormir. Camino en la calle, entre las gentes. En el Parque Zoológico, en el Jardín Botánico. Visito el Jardín Japonés, el aeropuerto, la Reserva Ecológica junto a la Costanera Sur. Como un choripán. Tomo un bondi y me bajo en el M.A.L.B.A. Conduzco una bicicleta acuática en los Lagos de Palermo. Subo a un tren y me bajo en cualquier lado, cuando anochece. La estación es Plaza España. Camino un poco en la penumbra. Me pierdo. Me asaltan. Me pegan. No me violan. Me roban las zapatillas y la remera. Pienso que puede ser una experiencia enriquecedora para el relato. Me animo. Vuelvo a casa descalza, en corpiños, haciendo dedo. Me levanta una familia de mormones. Nada que decir. Me dejan en el Obelisco. Mientras camino semidesnuda por Buenos Aires, se desata una tormenta. El cielo violeta, apelmazado, se desborda. Corro, me rasgo la pollera y pierdo parte de la prenda. Llego a casa casi desnuda, empapada, con los pies ensangrentados. No importa el dolor. Nada importa más que el relato, que ya casi se desprende de la punta de mis dedos. Me desnudo. Subo las escaleras. Corro a la habitación. Enciendo rápido el velador y el computador. Escribo el cuento. Cuento la historia. La historia es una mierda. Que no dice nada de mí. Que no dice nada de nada. La insulto. La escupo. La borro. Unos tragos no vienen mal. Por suerte, llega Ignacio y pela la bolsa y me salva.

Atentado lyrico


escribo sobre tus cuadros sobre tus labios sobre los cuadros rojos como los labios de tus bermudas no parece difícil tu pelo rojo como los labios y los cuadros rojos de tus bermudas la mirada infinitamente melancólica la piel pálida la estrella incompleta el boliche rojo el soho azul intenso tropicalísimo insulso incompleto imperfecto sin sentido efímero insuficiente pero a la luz de una o dos noches abrazados trenzados vaya a saber en qué estado detrás de tus ojos y mis ojos vaya a saber qué pensamientos lo cierto es una o dos noches o días enteros enredados sudando apenas respirando sólo besando y durmiendo y soñando pero no temiendo sino descansando de tanto tanto y tan poco tanto tu trabajo mi trabajo mi familia la tuya tus amigos los míos la noche la siesta el sueño la música cuáles coincidencias cuáles sólo tus ojos y tus labios la forma de tus besos el piercing prófugo las uñas rojas como los labios rojos y los cuadros y el pelo y el corte de pelo y el desconocimiento el verdadero y único conocimiento sólo que escribo y que te escribo y te deseo ahora mismo bajo el acolchado también a cuadros desnudo infinito breve sobre mis sábanas rojas y a cuadros me canso de leerme me entra el sueño pero quiero tanto y tanto escribirte como tanto y tanto acostarme y soñarte y soñarme con vos enredado abrazado trenzado apacibles un cuadro rojo infinitamente adolescente melancólico cuántas formas de amor qué otra forma más que tus labios cuántas maneras de besarnos infinitas maneras de abrazarnos y de besarnos y acariciarnos sudor calor huele como niños sabe a sólo vos porque vos y vos cuáles coincidencias si lo que importa es verse en los ojos y reconocerse y estar solo abrazado a otro que está solo y pensar que quizás y creer que quizás y temer que quizás pero seguro tantas palabras en tan poco tanto sueño tantas ganas de verte ahora mismo tan huyendo del sueño y del tiempo y la prisa por la brisa desodorante de tu sueño por ser vigía de tus pesadillas por una casualidad o ninguna casualidad en un boliche rojo acostumbrado a la baba al hastío a la niebla y sin embargo un niño rojo y negro o un niño negro y rojo y pocas palabras y la ayuda etílica usual te quiero ahora mismo conmigo respondiendo a cada tecla que acarician las yemas de mis dedos como si acariciaran el revés de tus brazos y las manos y el cuello y el pecho y los labios y el pensamiento te quiero en mi sueño y en mi lecho y no me molesta el olor o la consistencia de tu semen y mi semen ni el mediodía ni la luz y espero soñarte hasta que llegues y me despiertes y adolescentemente siga soñando con vos y tus cuadros y la forma exquisita insuperable de tus besos y de tus labios

Bacán



Orfeo Rodríguez acaba de enviudar. No ha tenido hijos con ninguna de sus esposas. Su pariente vivo más cercano es un primo de su madre con quien nunca tuvo trato. Está completamente solo. Ni amigos tiene. No tiene interés en ello. Orfeo Rodríguez decide viajar.

-Si es posible, dar la vuelta al mundo.

En el avión, mientras una azafata pelirroja, de una belleza exótica, una muchacha simpática o como sea, le sirve un vaso de whisky, Orfeo Rodríguez sueña con una puta descabezada. Se sobresalta y se golpea la cabeza.

Una contusión, una pequeña hemorragia.

De inmediato, la misma azafata lo asiste. Orfeo Rodríguez cede a un impulso descabellado y la besa. Fuerte. Con ahínco. Le aprieta las mandíbulas con las manos y, con los dientes y la lengua, la obliga a separar los labios. La atraganta con su lengua musculosa y sorbe su aire y su saliva. El espectáculo sorprende a los pasajeros. La risa es unánime, después del sopapo. Orfeo Rodríguez siente una vergüenza atroz. Corre hacia el baño y se encierra. Cubre prolijamente la tabla del inodoro con varias hojas de papel higiénico. Se quita los pantalones y se sienta confortablemente. No suele hacer ruidos. Por lo que su mierdosa actividad no distrae sus ideas homicidas. Cierra los ojos un momento y ve a la azafata desnuda y partida en bloques. Desarmada como un puzle sobre una mesa. Juega con sus partes. La desordena. Invierte el sexo y la boca. Un pecho y una rodilla. Se coloca su cabellera y la tapa del cráneo a modo de peluca. La besa frenético. Lame sus ojos y escarba su nariz con la punta de la lengua. Se quita el pantalón. Sube a la mesa y monta su culo sobre ella. Defeca en su sexo que ahora ocupa el lugar de su boca. Unos golpes brutales distraen a Orfeo Rodríguez de sus pensamientos.

-¿Se encuentra bien?

Orfeo Rodríguez reconoce de inmediato la voz pelirroja.

-Un minuto.

-Necesitamos hablar con usted.

Orfeo Rodríguez se supone alucinando. Transpira de un modo grosero. Huele rancio. Respira con dificultad. El picaportes se agita con intensidad y la puerta cede violentamente. Entran la azafata pelirroja y otra morena, mucho más alta y fornida. Se mueven veloces. Lucen temerarias. Apenas les falta un poco de espuma en la comisura de los labios y la mirada amarilla y bien podrían ser muertos vivos. La azafata morena cierra la puerta y acciona la traba. La pelirroja se agazapa sobre Orfeo Rodríguez y lo lame a lo largo del rostro. Orfeo Rodríguez tiembla. Siente demasiado calor. Las azafatas lo acarician. Lo besan. Orfeo Rodríguez no puede emitir sonido alguno. Permanece impertérrito. Espantado y confundido. Justo cuando las paredes del baño comienzan lentamente a deshacerse, su visión se torna nebulosa. Las azafatas ríen a carcajadas, aunque suenan más bien como hienas o panteras en celo o como harpías poseídas por un demonio búfalo. La pelirroja presiona fuerte su entre piernas a la vez que le da un buen mordisco en el cuello. En un breve acceso de dolor y lucidez, Orfeo Rodríguez intenta zafarse; pero las azafatas lo golpean con saña.

-Esto no puede estar sucediendo.

Pero el dolor es tan real.

Sea o no una pesadilla, Orfeo Rodríguez está ahora completamente arrepentido de haber besado a la azafata intensa, húmedamente, cediendo a unos impulsos ignotos hasta ese momento. Las azafatas le propinan una golpiza brutal. La pelirroja luce intimidatoria en sus curvas y en su mirada, a veces en sus amaneramientos. La morena es pura fuerza física. Es de una animalidad fantástica, hercúlea, una mole oscura, pétrea y sin espíritu. Puñetazos. Patadas. Uñas y dientes. Una maraña humanoide de elementos de tortura se agazapan sobre Orfeo Rodríguez y no sólo lo despellejan y lo desangran sino que lo descuartizan.

Hay un avión que nunca llega.