jueves, 4 de febrero de 2010

Prólogo inútil a una novela abortada



Mi padre y mi madre se casaron jóvenes. Mi padre fue, por lo que entiendo, el primer novio de mi madre. Según mi abuela, mamá era una joven esbelta, medianamente atractiva y de muy buenos modales; pero carecía de cualquier otro encanto que no fuese el silencio. Con el tiempo aprendí que esa era la cualidad distintiva de mi familia. El silencio. En una foto del cuarenta y tantos mi madre posa rubia y parca junto a mi padre. El amplio vestido blanco, el blanco infinito de la pared del fondo o cualquier otro detalle inerte y pálido del cuadro no se comparan con la absoluta ausencia de candor en los ojos de mi madre. Lo mismo podría ser una foto de casamiento o un bautismo o una estadía en la costa. De igual modo, podría o no estar mi madre en la foto. Tangible es su falta de espíritu, su alma aplanada. El asunto era correr el menor riesgo probable o ninguno. Escudándose en una extrema sensibilidad de la piel, se ocultaba del sol dentro de la casa. Estaba siempre en el living, leyendo sin interés las revistas de moda para amas de casa, contemplando silenciosa el jardín por la ventana o atendiendo las labores domésticas de la muchacha. En contadas ocasiones, abandonó brevemente el letargo para observarme. Si bien nunca le temí, verla a menudo perfectamente sentada en el sillón de brocado blanco, con su atavío pulcro y el peinado rubio y exacto, la mirada desprovista de matices, era algo así como asistir al velorio de un desconocido. Nunca sentí el deseo siquiera fugaz de correr a abrazarla, cierta compasión quizás; pero nada más allá de un pueril desconcierto ante su actitud glacial. ¿Serían así todas las madres del mundo? ¿Sería así el mundo entero? Medido, silencioso, frío y distante. No era algo de temer; pero evidentemente soso y melancólico.

Mi padre era quien tomaba las decisiones sobre todo: la casa, mi educación, cualquier movimiento de mi madre. Tal es así que se conocieron en la Facultad de Medicina y, mientras él escogió la especialidad en oncología, sugirió a mi madre que optara por la endocrinología, con la cual no correría mayores riesgos ni estaría expuesta a situaciones perturbadoras. Ella aprehendió su consejo. Y también decidió abandonar su profesión, apoyándolo cuando él tomó un puesto importante en un hospital en Vancouver. Durante ese período, la mayor aventura de mi madre fueron las clases de inglés, que compartimos dos veces por semana con un excéntrico profesor nativo, amigo de un amigo de mi padre. Un viejo vago y marica, según mi padre; pero que ofrecía un muy buen descuento por aquella relación en común que de ningún modo debía ser desaprovechado. Esos son días fáciles de rastrear, imposibles de perder en el olvido, y sólo porque fueron los únicos días en la totalidad de mi vida cuando vi a mi madre sonreír. El humor bohemio y optimista del profesor alcanzó a contagiarla en más de una oportunidad. No es que recuerde esa época con felicidad; pero sí con curiosidad. Pues ya luego de aquello, no hubo nunca siquiera un atisbo de bienestar en el semblante gris de la que me trajo. Si antes de Vancouver lucía deprimida, una nueva horrorosa forma de nostalgia poseyó su alma, si es que realmente alguna vez gozó de tal privilegio. Imprevistamente, dejó de asistir a las clases de inglés. Al poco tiempo, comenzó a desaparecer regularmente del living. Vinieron días enteros cuando no salía de su habitación más que para compartir la cena conmigo y con mi padre. Y, finalmente, ya no salió de su habitación ni de su cama. Un sin fin de especialistas visitaron la casa. Psiquiatras y psicólogos amigos de mi padre, incluso un párroco y hasta un investigador de la metafísica tuvieron la suerte de cambiar algunas palabras con ella. Pero nunca descubrieron el motivo de su depresión, así como el tópico o un atenuante.

Volvimos a Buenos Aires con la esperanza de que la distancia con su tierra natal fuera el motivo de tal tristeza. Mi padre y mi abuela estuvieron cinco años tratando de resolver el problema de mi madre. Pero nada nuevo ocurrió en todo ese tiempo y, cuando mi abuela murió, mi padre consiguió un nuevo puesto muy bien pago y de una gran responsabilidad en un sanatorio en Barcelona. Si bien mi padre me dedicó siempre aún menos atención que mi madre, decidió en aquel momento que nos quedaríamos a vivir allí definitivamente, donde al menos hablaban el mismo idioma que yo manejaba mejor y sería menos dificultoso para mí tejer amistades, cosa que había empezado a preocuparle, ya que nunca me vio conversar con nadie ni trabar ninguna clase de vínculos. Era evidente su temor de que me convirtiera en un ser depresivo y deprimente como mi madre.

Así fue como la abandonamos.

Pero poco sostuvo mi padre su preocupación. Fue el tiempo que tardó en conocer a su segunda esposa, que no es su esposa en realidad porque nunca se divorció de mamá y se casó con la otra; pero sí fue la mujer con quien compartió su vida hasta el final de sus días. Era una buena mujer, más joven que él, no menos rubia y pálida que mi madre, y lo que más recuerdo de ella es que fue la única mujer que me abrazó en mi vida antes que Ofelia; la única persona con la que tuve algún tipo de contacto físico en uno o dos cumpleaños, además de la gente con la que contacté ya en mi madurez. Por lo demás, mi padre y mi madre jamás me tocaron o me abrazaron o me besaron. Ni siquiera estoy seguro de haberlos visto besarse entre ellos más que en alguna foto. De ello se desprende mi parca reacción ante esa desconocida forma de afecto. La segunda esposa de mi padre siempre creyó que yo la rechazaba por una cuestión habitual de ubicarla en un rol destructor, por pensarla queriendo reemplazar a mi madre y esa clase de hostiles tonteras juveniles; pero nunca tuvo la habilidad de comprender mi ignorancia absoluta sobre el amor filial, el amor físico o cualquier otra clase de amor. Nunca entendió verdaderamente que yo era un hombre condenado, por naturaleza, a la soledad.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Temo decir
enfurecido por mis recuerdos
en un lugar ya fuera de tu realidad,
xenófobo quizas,
tarado siempre,
recupero los pedazos del piso
aunque realmente no tenga pegamento,
ñoñeria que me sostiene y asquea.
Observo, observo y digo: temo, pero

Cuentos Para Colorear dijo...

no temas
decí nomás
sin pegamento ni nada
no seas ñoño...

charlie

La Rosa Púrpura dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
La Rosa Púrpura dijo...

siempre un placer y un orgullo leerte! acá estoy, haciendo crecer otro poquito a este proyecto artístico que tengo desde hace largo rato!

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abrazos !
m.

Anónimo dijo...

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