jueves, 4 de febrero de 2010

Comunión


Cuando vi el aviso, respondí de inmediato. No es que despreciara mi vida. Nunca lo hice. Sucede que no me interesaba desperdiciarla. Algunos se convierten en eminencias médicas, otros se dedican a cocinar en televisión y otros se sienten dichosos al contemplar un campo sembrado de lino. Yo fui tan feliz como cualquiera de ellos, aunque mi dicha provenga de un lugar tan remoto a sus experiencias como ellas mismas entre sí. El aviso era claro: “Hombres robustos, de entre 18 y 30 años, para ser devorados”; por lo cual tuve que mentir mi edad. El mismo día que recibí la confirmación sobre mi postulación, cancelé todas mis citas, ordené mis papeles y pagué la única factura que debía. En el itinerario de esos negocios, aproveché para comprar el pasaje de ida. Y en los albores del crepúsculo, me marché limpio, vestido sobriamente y sin ningún equipaje.

Imre vivía en un caserón del siglo XIX, separado de un pueblo minúsculo por la leve ondulación del paisaje. El edificio era un mastodonte gris abrazado por un bosque espeso de coníferas. Las ventanas tenían los postigos cerrados. Había esculturas descuartizadas. Yuyos y basura prehistóricos se amontonaban en los canteros. Y frente a la puerta principal, un ángel-gárgola lisiado escupía un chorro de agua miserable. Llamé y esperé. Al tiempo, el portón cedió y un cuarentón alto y enjuto me tendió la mano al otro lado. Nos saludamos cordialmente. Por un momento, temía que no me aceptara por no cumplir con el perfil especificado en el anuncio. Seguro yo lucía excitado, porque de inmediato me ofreció una copa de aguardiente y una pequeña grajea gris que ingerí sin consultar de qué se trataba. Imre me pidió gentil que me desnudara. Dobló mi ropa con habilidad maternal y la apoyó en un banco junto a otras pilas de prendas. Mientras recorríamos unas escaleras empinadas y oscuras, nunca entendí si hacia arriba o hacia abajo, conversamos superficialmente sobre su profesión y sobre la mía, sobre las maravillas de Internet y sobre nuestro sueño primordial, el que acuñamos desde niños, él, yo y en apariencia los cuatro que colgaban del techo en aquel recinto penumbroso al que arribamos. Semejante visión me libró del habla y pude disfrutar de lo que seguía sumido en un estado de misticismo o intensa espiritualidad o como sea que se nombre al goce sublime que me poseyó.

Imre me amordazó y me ató de pies y manos, con nudos gruesos y apretados que laceraban la piel y ardían como el Infierno. En seguida, estaba yo cabeza abajo junto a las otras reses. No tardó en presentarnos. Había, además, un maestro de ciencias, un cocinero, un empleado de hotel y un estudiante de Educación Física. Me sentía como un participante de uno de esos concursos televisivos en donde las respuestas incorrectas suponen un baldazo de engrudo fluorescente sobre la cabeza. Y en esa vorágine de ideas existía todo el tiempo el deseo de ser otro, de que otro tomara mi vida y la incorporara a su ser, otro como yo.

El silencio metálico de las cañerías cercanas se oía como un alarido incesante. Y fue el estudiante quien quebró el silencio cosmogónico, mascullando su indisposición bajo la mordaza. Imre invitó a abandonar su hogar a cualquiera que no quisiera trascender esa misma noche. Tuvo que descolgar a tres y, felizmente, cuando empezaba a subir las escaleras se volvió y desprendió al único que quedaba a mi lado, disculpándose y aclarándole que se había excedido en robustez. La sorna confirmó que Imre era el hombre ideal, el que yo quería ser; por lo que me sentía radiante. Luego de despedir a los otros, me descolgó, me desató y me pidió que bebiéramos en silencio una botella de muskattrollinger. Bebíamos y a ratos nos mirábamos en los ojos con serenidad. Sonreíamos casi al mismo tiempo, como en una triste comedia romántica. Comí una docena más de píldoras grises y cuando matamos el muskattrollinger, Imre instaló una cámara de video frente a la mesa de ébano. Yo ya no veía muy claramente. Imre se aproximó y permanecimos inmóviles, comiéndonos el aliento. Luego firmé como pude una nota que confirmaba mi participación por propia voluntad en la experiencia. Tomé su mano que sostenía un escalpelo y la conduje hasta mi virilidad. Imre cortó la extremidad, la lavó bien, le quitó la piel, la partió en dos y grilló ambas mitades en la plancha por ambos lados. Las saló para evitar tanto jugo y obtuvo así una carne dorada. En un sartén, agregó unas gotas de aceite de oliva y salteó un par de ajos. Incorporó dos cucharaditas de manteca y de a poco una taza de Riesling, un anillo de ají picante y pimienta negra. Removió un poco la salsa y añadió las doradas lonjas de carne. El olor era realmente seductor. Imre ocupó el otro extremo de la mesa y se sirvió. Cuando se llevó el primer bocado a los labios mi visión maravillosamente se aclaró y pude distinguir en sus ojos la misma inmortal materia que invadía todos los rincones de mi ser, un placer inhumano.

Tardé diez horas en desangrarme y morir. Al fin, Imre me descuartizó y guardó treinta kilos de mi carne en la heladera. Veinte los comió durante las siguientes semanas, antes de que lo detuvieran a consecuencia de un profundo arrepentimiento de aquel delicado estudiante de Educación Física. Afortunadamente, todo resultó como esperábamos. La transición fue menos dolorosa que el ritual. Estuvimos pocos meses en prisión, gracias a la nota, el video y la pésima reputación del estudiante en su ciudad natal. Durante ese tiempo, aprovechamos para garabatear algunos apuntes sobre la experiencia. Ya recibimos varias ofertas para publicar la historia.


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