jueves, 4 de febrero de 2010

El globo


-¡Norita! ¡Norita!

-¡Ya voy, mamá! ¡Ya voy!

Y Norita en un rincón del galponcito, desenrollando el piolín, haciendo un nudito como esos que le enseñaron en el Centro Mariano Padre Kolbe.

Un bocinazo y...

-¡Norita!

-¡Ahí voy!

Y Norita corriendo con su nuevo juguete, saltando dentro del Citroën. Siempre quiso conocer el pueblo de Tío Cándido. Tío Cándido le había contado cosas maravillosas de su pueblo. Tío Cándido era ese hermano de mamá que estaba medio loco, pero contaba unas historias increíbles. Tío Cándido era el mismo que le había enseñado a fabricar juguetes, como el que ahora volaba sobre el techo herrumbrado del Citroën.

La ruta estaba hecha pedazos y el Citroën se movía para todos lados. Pero Norita no se percataba de ello. Norita cerraba los ojos y soñaba que era un pájaro con alas de seda y volaba alto, muy alto. Volaba por todo el mundo y se metía entre los pinos fluorescentes de un bosque encantado, un bosque azul infestado de hadas. Norita se hamacaba en las lianas dulces de una selva de golosinas y se daba, luego, una ducha en una catarata de caramelo. Con cada salto del Citroën, Norita despegaba hacia cualquier continente. Y a veces, hasta el cielo o hacia el mar o al espacio; a veces, hasta lugares que nunca podría describir. Norita descansaba un rato en una nube y los ángeles jugaban con ella. La niña globo chillaba de felicidad. Ya los ángeles la despedían y, en un beso de arcoíris, la arrojaban a la Tierra. Norita caía hacia el Citroën haciendo giros de 360º, como le habían enseñado en la clase de Ciencias Naturales que se mueve la Tierra, como su juguete, que seguro estaba a punto de aterrizar, porque papá había detenido el auto, porque ya estaban en el pueblo mágico de Tío Cándido, el mismo loco Tío Cándido que le había dado alguna vez las instrucciones para fabricar su nuevo entretenimiento.

Norita sonreía, prendida de las últimas imágenes de su sueño. Norita bajando del Peugeot, viendo hacia arriba, hacia la Celestial Morada de María, desde donde seguramente llegaría, haciendo trompos y piruetas, su fantástico juguete. Pero Norita no lograba ver nada. Enceguecida por el sol del mediodía, impaciente, aguardaba el aterrizaje de su gran creación

-¡Norita! ¡Qué hiciste!

Y Norita, la dulce Norita bajando sus ojitos de avellana hasta sus manos, de donde pendía el piolín que sostenía las patitas maniatadas del Sr. Thompson, el canario más joven de mamá. El Sr. Thompson apenas si lograba piar. El Sr. Thompson, retorciéndose en el asfalto, convertido en una masa amorfa de carne, huesitos y plumas ensangrentadas.

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