jueves, 4 de febrero de 2010

De cama



Vittorio caminaba por la calle, imbuido en pensamientos aburridos. Recordaba un chicle turquesa abollado en la parte de abajo de un pupitre de su escuela secundaria. Imaginaba el olor y el sabor del falso ananá que el chicle ya no poseía mientras él ocupaba aquel pupitre y, mucho menos, en ese mismo momento cuando lo estaba recordando al caminar por la calle un día cualquiera. Unos golpecitos constantes interrumpieron sus cavilaciones. Vittorio comprendió que se acercaba a la esquina y que el semáforo para ciegos lo invitaba a tomar precaución. Metió una mano en un bolsillo y extrajo un Parisienne Box. De otro bolsillo, sacó una caja de fósforos Fragata y encendió un cigarrillo. Así, mientras esperaba que el semáforo para ciegos dejara de chillar y que el muñequito del semáforo para videntes le cediera el paso, dio unas cuantas caladas, siempre pensando en cosas sin importancia. Finalmente, el ruido se detuvo y el hombrecito luminoso lo convidó a cruzar la calle. Vittorio se desconcentró, cosa que no le costaba en absoluto, y cruzó.

La ochava del frente estaba ocupada por una mueblería de barrio muy venida a menos. Vittorio se asomó a la vidriera, casi sin interés. Entonces, la descubrió: Sus proporciones eran perfectas. Era maciza y oscura, tal como las prefería. Tenía un brillo especial, que probablemente se debía a que era nueva en el local. Vittorio miró en todas direcciones y comprobó que nadie lo estaba viendo. De prisa, se coló en la tienda y se escondió dentro de un armario desvencijado, que crujió al cobijarlo. Vittorio trabó las puertas desde adentro y dejó apenas una hendija, para tener la oportunidad de ver cuando el dueño de la mueblería se marchase.

Todo el tiempo que estuvo dentro de aquel gabinete enclenque y maloliente, Vittorio imaginaba el momento de poseerla. Ningún pensamiento aburrido ocupaba ahora el muy reducido espacio de su ideario. Durante las cuatro horas que tardó el dueño en abandonar la tienda, Vittorio tuvo relaciones con ella telepáticamente. Ya cayendo la noche, divisó la posibilidad de salir y acercársele sin ser visto. Quitó las trabas de las puertas y se deslizó fuera del armario sigilosamente. Dado que la mueblería estaba sumida en la oscuridad, no le fue difícil confundirse con las sombras del resto de los muebles sin llamar la atención. De inmediato, se acercó a ella y se quedó a su lado paralizado, casi sin respirar. Temía hacer algo mal y desencantar el momento. Temía que su ansiedad echara todo a perder. Le costaba horrores no irse a las manos, no atacarla con lujuria, no convertirse en una bestia sexual y destruir, de una sola embestida, sus delicadas formas.

Se desvistió sin emitir el más breve de los sonidos. Pero poco duró su represión. Completamente desnudo, ahora sí animado por el espíritu de un predador incurable recién salido de prisión, trepó rabioso sobre ella y la penetró salvajemente. La cama marinera rechinaba. De inmediato, se le partieron tres o cuatro tablas y el barniz marrón que la oscurecía comenzó a saltar en pedazos para todos lados. Si alguna vez una cama pudiera gritar, si tal pieza inerte de madera reciclada tuviera la aptitud de sufrir y admitir su dolor, esto sería lo más parecido a dicha ocasión. Nunca esa cama había sido amada o deseada con tal brutalidad, nunca una cama lo había sido, a decir verdad. Era la primera vez que un hombre y una cama compartían un momento de intimidad. Cualquiera diría que Vittorio era un enfermo. Nadie dudaría en confirmar la imposibilidad y la aberrancia de un vínculo de tales características. Y si en alguna oportunidad este hecho saliera a la luz, ninguna persona en el Universo aprobaría esta clase de unión. Mientras la cama marinera pensaba en todo esto, Vittorio la mordió en uno de sus ángulos y tuvo un estertor de éxtasis. Su cuerpo entero se sacudió como una anguila fuera del agua y su pequeño sexo arrugado disparó chorros de semen para todos lados. La cama marinera, que no sabía cómo acabar, que no sabía qué cosa era una vejación o qué cosa sucedía realmente, sí comprendió lo que sentía en lo más profundo de su esencia. Debajo de la blanca viscosidad de su perro amante, más allá de sus duros tornillos y las maderas recauchutadas de las que estaba hecha, la oscura maciza cama marinera sintió algo que nunca antes había sentido, algo que le daban ganas de vivir y de moverse y de bailar y cantar, o por lo menos de pedirle el teléfono o el MSN o el Facebook al hermoso varón que la había domado. Vittorio encendió un parisino y embebió el aire con un humo denso y negro, ella sintió el olor de su masculinidad combinado con el del tabaco y creyó desvanecerse; pero lo que sentía, verdaderamente, eran cinco tablas quebradas a punto de deshacerse. Por largo tiempo, permanecieron en silencio. Por fin, Vittorio se incorporó, se vistió y la besó con suavidad. Le pidió disculpas por su ferocidad y le aseguró que volvería a pasar. Y tal como llegó, del mismo etéreo modo lo vio ella fundirse con las sombras del resto de los muebles.

La cama marinera pensó en él hasta el amanecer. Lo recordó dos días después, mientras el dueño de la mueblería le cambiaba las maderas rotas y la volvía a barnizar. Pensó en él durante los dos meses que chupó el sol veraniego en el escaparate principal. Y siguió imbuida en esa clase de pensamientos, hasta que fue vendida a una familia numerosa que la alejó del barrio, de la mueblería y de aquel fantasma erótico para siempre.

Nunca nadie extrañó a un violador serial, nunca una cama lo había hecho antes.

Pero ella no era alguien y tampoco era cualquier cama. Era una cama marinera, marrón, maciza, brillante, re-reciclada y, sobre todo, experimentada. Una cama vejada, pero con recuerdos que ninguna otra cama guardaría. Una cama única. Una cama viva. Una cama, cuyas maderas comenzaban a hincharse sin motivo aparente. Ella lo atribuyó a la humedad de su nuevo hogar, una casa prefabricada, muy humilde, a dos cuadras del río. Pero sus bordes continuaron engrosándose día a día. Era la primera vez que una cama engordaba. La ocurrente cama marinera creyó que padecía una parasitosis o algún tipo de enfermedad provocada por gusanos que revolucionaban su interior. Porque esa era la sensación, como si alguna cosa, un bulto, un ente, carcomiera sus tablas desde adentro, alimentándose de su propia madérica sustancia. Cuál no fue su sorpresa, cuando una noche los chicos que cobijaba se reunieron frente al televisor, junto a ella, y vieron una película documental sobre la concepción humana. En un principio, la idea apareció vagamente entre el resto de sus ideas, como algo más, como una mosca de paso sobre alguna de sus aristas. Pero a medida que la película avanzaba y los chicos debatían sobre el argumento, la ahora gruesa cama marinera tuvo su revelación. No sólo era una cama poseída brutalmente y por sorpresa, no sólo era una cama sentimental, viva, violada y abandonada. Era, con total seguridad, una cama embarazada.

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