jueves, 4 de febrero de 2010

Teatro de vanguardia


Ocupo el número doce de la tercera fila de butacas púrpuras. Sobre el escenario hay una mesa de acero con un cadáver. La sensación no es de repulsión sino de entumecimiento, de frío reconocimiento con esa pálida putrefacción. Hay el llanto de un niño en el fondo de la sala. Entra quien parece ser el forense o un detective médico. Examina el cuerpo, parsimonioso. La escena es larga y aburrida. Nuevo teatro de vanguardia. No pasa nada. El detective médico forense o quien sea se inclina y huele el rostro del cadáver. No puedo dejar de pensar en esas tres filas que me separan de lo inerte.

De súbito, una turba de encapuchados se cuela a los tiros en la sala. Primero, el sobresalto, claro. Y hasta me sorprende la sorpresa del actor sobre el escenario. Algunos en el público sonríen, temerosos. Estábamos predispuestos a una puesta clásica. Por si acaso, me deslizo hacia el suelo. Intento extender mi cuerpo a lo largo, perpendicular a las filas de asientos. Me supongo un espectáculo contemporáneo. Pero estos harapientos asesinan. Hablan a gritos en una lengua que no descifro. Y casi no los oigo o los veo, porque la multitud se enajena. Pienso que como golpe de efecto ha sido levemente excesivo. En pocos segundos, el pasillo es un jardín sanguinolento, adornado con quince o veinte cabezas. Ya no pienso en la reciente ocurrencia de que algunos espectadores sean parte del staff.

Mirar a esos brutos es como mirar al demonio desde adentro. Siempre creí que moriría de una larga enfermedad. Uno de ellos acaba de encontrarme y me patea en la mandíbula con un zapato que pesa lo que una bala de cañón. Creo desvanecerme. No estoy seguro porque nunca me desmayé.

Hay la oscuridad. Hay un horizonte anaranjado y unas figuras como dragones o palmeras que se agitan acuosas. El crío llora, cerca. Una garra caliente me atrapa por el pelo de la nuca y me aplasta el rostro contra una superficie llana y fría. Siento los dientes atravesando la carne de mis labios. Hay sangre. Hay un diente que ya no existe. Alguien me quita la venda y comprendo perfectamente el horizonte de reflectores amarillos. En una epifanía infame subsiste la tibia esperanza burguesa de un espectáculo descomunal, un nuevo violento entretenimiento snob. La garra me levanta dos metros de un tirón y el dolor en el cuero cabelludo es indescriptible. Frente a mí, hay una mujer diminuta, morena. Creo haberla visto temprano, apenas ingresaba en la sala, agazapada en un rincón, meciendo a su bebé. El niño en sus brazos se desgañita, se agita turbulento. Un encapuchado se acerca con una videocámara y registra el acontecimiento. No temo por el niño. Tampoco por su madre. Siento un horror primitivo. Otro encapuchado, más alto, corpulento, grita una protesta o una amenaza hacia la cámara. Agita sagaz una daga. Degüella a la mujer y parte al niño en dos. Los otros matones chillan rabiosos con voces en llamas. Luce como una tenebrosa ceremonia tribal.

Así, pienso, aniquilarán a la docena que sigue en la fila antes que yo. No me deprime el hedor de la descomposición. No temo a la tortura o al dolor. Temo sencillamente al vacío, al puro desaparecer. Escucho la secuencia de graznidos, chirridos y golpes secos. Un réquiem tecno. Uno de los fantasmas canta su estribillo detrás de mí. Quiero pensar desesperado que es una performance interactiva, una cámara oculta por internet, el piloto de un nuevo reality show. Pero el acero duro, gélido, me atraviesa la garganta. Se mueve violentamente hacia delante y deshace su camino provocando un dolor eterno e impidiendo la posibilidad del grito. Hay un espectro con una cámara frente a mí. Hay una humedad caliente en mi pecho. La negrura del espectro se expande. El horizonte anaranjado se diluye. De inmediato, lo que siempre temí: nada, una infinita nada.

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