jueves, 4 de febrero de 2010

Pelushh



El Nano no era de andar muy limpio y bien vestido y era la primera vez que Héctor lo miraba como se mira a una persona. Detuvo sus ojos en el pelo negro, cuajado. Descansó en los otros ojos. La calle está más dura que nunca, pensó. El Nano lo vio desde donde estaba y se agazapó. Es un gato, el más gato de todos. El aliento pegajoso, el aire espeso, inflamado de Poxiran, le inundó la nariz y la boca. El Nano estiró los labios en un embudo grueso de carne y saliva. Tomó las manos entre sus garras como si fueran apenas manojos de dedos. Bailaron mecánicamente tres o cuatro cumbias y El Nano se fue. Corrió a pedir cigarrillos a todo el mundo. Héctor lo vio ir y venir varias veces. Cada movimiento de la cabeza o de las manos o de la cintura estaba coreografiado para seducir.

Dos fines de semana después, estuvo Héctor sentado en un escalón dos horas. Observó. Todavia esperaba que una mariposa oscura, mugrienta, incendiara el paisaje y lo llevara a la cama. El gato lo sorprendió restregándose contra su espalda. Casi podía oírlo ronronear. Otra vez el vaho pegajoso. Las persianas anchamente abiertas. El Nano tomó sus brazos con una fuerza feroz y lo arrastró hasta abajo, hasta los sillones de peluche rojo. Lo apretujó en un rincón húmedo y le convidó un tiro. Hablaron de cosas que a Héctor no le interesaban ni al Nano. El Nano le contó que volvía de trabajar y estaba eufórico por el salario y en seguida el beso negro, la tromba de brea, un descenso al Maelström. El Nano tomó un puntín más y corrió a pedir cigarrillos.

El fin de semana siguiente, Héctor estaba sentado en el último escalón, observando un poco más, cuando El Nano se restregó contra su espalda. Héctor torció la cabeza y sonrió. El Nano se levantó la remera y movió el vientre, sinuoso, como una bailarina hindú. Tomó a Héctor entre sus zarpas y lo besó. Pasó la lengua por los dientes y por las encías y por la propia lengua del otro. Héctor se dejó hacer, un poco triste y ebrio o ebrio y triste. Me debés diez pesos, dijo El Nano. Y corrió. Corrió entre la gente, sin pasos ensayados. Estiró una garra y robó una colilla moribunda. Corrió lejos de Héctor. Salió a la calle y siguió corriendo. Demasiado duro, demasiado ácido, demasiado pegajoso. La calle corría hacia atrás, aún más rápido. Las luces naranjas, dibujando infinitos ochos. El Nano corrió hasta el fin del mundo, hasta que se terminó la calle y las luces y la noche entera se fueron pataleando detrás de él. Inmóvil, al borde de quién sabe qué abismo, tomó un poco más para el camino.

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